"Y
parece como si la Virgen Santísima hubiera querido confirmar de una
manera prodigiosa el dictamen que el Vicario de su divino Hijo en la
tierra, con el aplauso de toda la Iglesia, había pronunciado. Pues
no habían pasado aún cuatro años cuando cerca de un pueblo de
Francia, en las estribaciones de los Pirineos, la Santísima Virgen,
vestida de blanco, cubierta con cándido manto y ceñida su cintura
de faja azul, se apareció con aspecto juvenil y afable en la cueva
de Massabielle a una niña inocente y sencilla, a la que, como
insistiera en saber el nombre de quien se le había dignado aparecer,
ella, con una suave sonrisa y alzando los ojos al cielo, respondió:
«Yo soy la Inmaculada Concepción». Bien entendieron esto, como era
natural, los fieles, que en muchedumbres casi innumerables, acudiendo
de todas las partes en piadosas peregrinaciones a la gruta de
Lourdes, reavivaron su fe, estimularon su piedad y se esforzaron por
ajustar su vida a los preceptos de Cristo (...)"
Pío
XII, Carta encíclica Fulgens
Corona,
N° 3-4